PSICOLAX

"Cuando sabes verdaderamente quien eres, vives en una vibrante y permanente sensación de paz. Puedes llamarla alegría, porque la alegría es eso: una paz vibrante de vida."

Eckhart Tolle

Tuesday, May 2, 2017

La lección del tonto


Recuerdo que, en clase de PNL, mi profesora contaba lo que llamaba “La fábula del tonto”. Ignoro los detalles de la historia, pues hace ya algunos años de esto, pero el hilo de la misma transcurría, más o menos, de la siguiente manera.
Érase una vez un pueblo en el que había un tonto. El tonto iba, como cualquier otro en el pueblo, de aquí para allá. A veces se dejaba caer por la taberna, donde otras personas se reían de él, y lo hacían porque el tonto no sabía distinguir las monedas de dos céntimos de las de cinco.
De vez en cuando, y sólo para divertirse, alguien se acercaba al tonto, le daba una moneda de dos y entonces el tonto exclamaba “¡Oh, qué bien, una moneda de cinco!”, y se la metía en el bolsillo. Entonces todos se reían a carcajadas del tonto y de sus tonterías mientras éste se marchaba del lugar.
Un día alguien, curioso e incrédulo, se acercó hasta el tonto para preguntarle. “¿Cómo es que no distingues las monedas de dos de las de cinco?”. El tonto le miró y le respondió: “Oh, no, claro que las distingo”. “¿Y entonces? ¿Por qué dices que son de cinco?”. “Porque si digo que son de dos entonces dejarán de dármelas”, respondió el tonto.
En mi día a día, en el vertiginoso e infinito territorio de lo cotidiano, trato de percibir a cada persona como a un igual, ya sea que antes me haya creído superior o inferior a ella, porque creo firmemente que, como dice mi amigo Dani, “cada uno es un maestro en lo suyo”. Al hacerlo, dejé de clasificar a las personas para, simplemente, observar y escuchar, sentir lo que me transmiten, y aprender de sus acciones. Aunque en esta historia te hable de un tonto para que me comprendas, permíteme adelantarte que admiro a esta persona por diferentes razones.
Bajé a la calle para acercarme a la tienda de los chinos y encontrar un juego de esos destornilladores realmente finos para tornillos endiabladamente pequeños. Tenía por casa un reloj pulsómetro que hacía años que había dejado de utilizar. Lo quería tirar a la basura, pero antes de hacerlo quería sacar la pila de botón para enviarla a reciclar convenientemente. Para extraer la pila, debía enfrentarme primero a cuatro diminutos tornillos que requerían las herramientas adecuadas. Sabía que en la tienda de los chinos encontraría lo que estaba buscando, así que bajé a la calle en una agradable tarde de principios de primavera con este propósito en mente.
En la calle encontré a Vicente, el portero del edificio de al lado. Vicente es un hombre de unos 65 años con el que, con el paso de los años, he ido trabando una curiosa amistad. Me reconforto en lo que tenemos en común y aprendo de nuestras diferencias, y mientras tanto aprendo de las cosas que me cuenta sobre la ciudad hace muchos años, incluso antes de que yo naciera. Así que mientras Vicente y yo charlábamos llegó una de esas personas a las que puedes llamar tontas.
Había visto a Jose varias veces antes. Camina echado hacia adelante con pasos muy cortos. Suele vestir con un chandal y porta unas gruesas gafas. En su cabeza, rizos canosos se revuelven. Casi siempre lleva unos auriculares puestos y una pequeña radio entre las manos, y camina mirando al suelo con sus pasos cortos, haciendo rebotar, a cada paso, todo su cuerpo sobre las puntas de sus pies.
Llegó hasta nosotros y empezó a hablar a Vicente. Habló de fútbol pues, hasta donde yo sé, ese es uno de sus grandes intereses. Yo permanecí de pie junto a ellos, en silencio, observando.
Entonces, sin previo aviso, con una enorme sonrisa, Jose se quedó mirando fijamente a Vicente a los ojos, y a continuación levantó lentamente su mano derecha con lo que a mí se me antojó toda la parsimonia del mundo. Muy despacio, alzó su mano y la acercó hasta la cara de Vicente, poniéndola sobre su mejilla izquierda. Entonces, despacio, muy despacio, le dijo “Te quiero mucho, Vicente”.
Pude ver como Vicente se estremeció de arriba a abajo, y también pude ver cómo sus ojos se humedecían. Durante un momento, Vicente no supo qué decir, o qué hacer. Después respondió: “Yo también te quiero, Jose”.
En este mundo, en esta vida, quiero mucho a muchas personas. Quiero mucho a mi padre. Quiero mucho a mi madre, incluso aunque ya no esté. Quiero mucho a mi hermana. Puedo extender este patrón a lo largo de mis familiares y de mis amigos, a los que veo mucho y también a los que veo poco. En ocasiones puedo incluso amar a personas que ni siquiera conozco. Sin embargo, todavía me cuesta expresar ese amor.
Y en aquella apacible mañana de primavera, sobre los cuadraditos de la acera junto a los coches que pasaban zumbando por la avenida, un “tonto” me dio gratis una lección profunda lección que recordaré mientras viva. Desde entonces, cada vez que quiero expresar mi amor hacia alguien, recurro a lo que Jose, sin saberlo, o tal vez sí, me enseñó aquella mañana.
Gracias Jose, por permitirme darme cuenta de que el tonto era yo.

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