Uno de los fenómenos psicológico más llamativos es el llamado efecto placebo. Conocido por casi todos, puede definirse como el modo en que las expectativas positivas, conscientes o no, respecto a un tratamiento, aumentan la probabilidad de efectos positivos. Es decir, los resultados se producen, no por el tratamiento en sí, sino por el significado cultural (o, como también se le ha llamado, el “significado profundo”) que el tratamiento tiene para el paciente. Se ha descrito con múltiples ejemplos, como pastillas, psicoterapia o incluso operaciones quirúrgicas que, aun sin tener una eficacia real, logran la curación.
Podría pensarse que curar cualquier tipo de enfermedad o trastorno por medio de placebo es una demostración de que, en realidad, a la persona no le pasa nada serio y que “todo está en su cabeza”: si quisiera solucionarlo, ya lo habría hecho. Nada más lejos de la realidad. La enfermedad o trastorno es completamente real. Se ha comprobado con úlceras de estómago, lesiones de rodilla e incluso anginas de pecho, que mejoraron significativamente con un tratamiento placebo. La fuerza de las expectativas es, en muchas ocasiones, incluso más poderosa que la eficacia real (biológicamente entendida) de un tratamiento.
Veamos algunos de los muchos los estudios que han demostrado la importancia y el poder del placebo. Blackwell y colaboradores, en 1972, informaron a un grupo de estudiantes de que se les iba a proporcionar una medicación que podía ser relajante o estimulante. Después, a la mitad se les suministró unas pastillas de color rosa, y a la otra mitad de color azul. En realidad, ambas pastillas eran simplemente azúcar, por lo que las diferencias entre ambos grupos de estudiantes sólo podían deberse al valor culturalmente atribuido al color. Y efectivamente esas diferencias existieron: el rosa provocó un mayor nivel de atención y concentración.
Hay investigaciones que han demostrado incluso que un medicamento puede tener el efecto opuesto al que de hecho provoca farmacológicamente, si las expectativas del paciente son las adecuadas. Richard Gracely, en 1982, proporcionó a una serie de pacientes de clínicas dentales tres posibles “medicinas”: fentanilo (un analgésico), naloxona (un fármaco que aumenta el dolor) o un placebo. Los médicos que las daban no sabían qué estaban suministrando, pero a la mitad de ellos se les decía que podían estar dando el fentanilo o el placebo, y a la otra mitad que podía ser la naloxona o el placebo. El resultado es que la primera mitad de pacientes (cuyos médicos creían que daban el analgésico, pero entre los que había quienes de hecho tomaron naloxona) sintió menos dolor que el segundo (en el que los médicos creían dar naloxona, y aunque algunos de los pacientes habían tomado el fentanilo).
Otros estudios han corroborado estos resultados, con pruebas como tratar a pacientes que sufren náuseas y vómitos con un medicamento cuyo efecto farmacológico es el de producir náuseas y vómitos, pero asegurándoles que el medicamento las iba a reducir, lo que, en efecto, ayudaba a mitigar los síntomas.
Los ejemplos son numerosos: implantar un marcapasos ayuda a que el paciente mejore de su lesión cardíaca, aunque el aparato esté apagado; el mero hecho de que el médico establezca un diagnóstico y transmita la seguridad de que la mejoría se producirá pronto acelera la recuperación del paciente, aunque no se le someta a tratamiento… La eficacia del placebo se ha relacionado con diversos factores, como la forma del medicamento (cápsulas mejor que pastillas), el modo en que se administra (la vía intramuscular es más eficaz que la oral) o la manera en que el médico trata al enfermo (si el profesional adopta una actitud cálida, amistosa y tranquilizadora y escucha largo tiempo al paciente, es más probable que el tratamiento posterior sea más eficaz).
Seguramente, no hay mejor ejemplo de la importancia de la forma del placebo que el de los niños. Porque también en ellos el placebo surte efecto, y de qué manera. Tras una caída, nada más sanador que un beso de la madre, acompañado de la tirita sobre la herida. Y no una tirita cualquiera: la que mejor cura es la de Pocoyó o Hello Kitty. Eso, cuando no directamente el “sana, sana, culito de rana. Si no sanas hoy sanarás mañana”.
Muchos de los estudios se han basado en la idea de engañar al paciente, dándole a entender, directa o indirectamente, que el tratamiento será eficaz. Pero hay indicios de que con que el médico transmita confianza en la eficacia de la medicación, aunque además deje claro que sólo se trata de azúcar, el paciente también mejorará. Así se ha encontrado, por ejemplo, con pacientes de síndrome del colon irritable a los que se le administraba pastillas sin principio activo y así se les había explicado. Quienes tomaban el placebo mejoraban significativamente respecto al grupo que no recibía ningún tratamiento, aun sabiendo que era un placebo.
El peso del efecto placebo se ha estudiado también en aspectos como si el medicamento es de “marca” (y así lo indica en el envase, por ejemplo), o incluso su precio: es más eficaz el de marca y, por estúpido que nos parezca, el más caro será mejor. Lo que, dicho sea de paso, puede poner en duda la convicción de que los llamados “medicamentos genéricos” son igual de eficaces que los de marca: puede ser cierto desde un punto de vista exclusivamente farmacológico, pero si tenemos en cuenta que son más baratos, y que en el envase no muestran marcas ni identificativos de fabricantes “de prestigio”, hay razones para pensar que, mientras la valoración cultural de estos aspectos no cambie, la eficacia no será la misma.
Podría pensarse que curar cualquier tipo de enfermedad o trastorno por medio de placebo es una demostración de que, en realidad, a la persona no le pasa nada serio y que “todo está en su cabeza”: si quisiera solucionarlo, ya lo habría hecho. Nada más lejos de la realidad. La enfermedad o trastorno es completamente real. Se ha comprobado con úlceras de estómago, lesiones de rodilla e incluso anginas de pecho, que mejoraron significativamente con un tratamiento placebo. La fuerza de las expectativas es, en muchas ocasiones, incluso más poderosa que la eficacia real (biológicamente entendida) de un tratamiento.
Veamos algunos de los muchos los estudios que han demostrado la importancia y el poder del placebo. Blackwell y colaboradores, en 1972, informaron a un grupo de estudiantes de que se les iba a proporcionar una medicación que podía ser relajante o estimulante. Después, a la mitad se les suministró unas pastillas de color rosa, y a la otra mitad de color azul. En realidad, ambas pastillas eran simplemente azúcar, por lo que las diferencias entre ambos grupos de estudiantes sólo podían deberse al valor culturalmente atribuido al color. Y efectivamente esas diferencias existieron: el rosa provocó un mayor nivel de atención y concentración.
Hay investigaciones que han demostrado incluso que un medicamento puede tener el efecto opuesto al que de hecho provoca farmacológicamente, si las expectativas del paciente son las adecuadas. Richard Gracely, en 1982, proporcionó a una serie de pacientes de clínicas dentales tres posibles “medicinas”: fentanilo (un analgésico), naloxona (un fármaco que aumenta el dolor) o un placebo. Los médicos que las daban no sabían qué estaban suministrando, pero a la mitad de ellos se les decía que podían estar dando el fentanilo o el placebo, y a la otra mitad que podía ser la naloxona o el placebo. El resultado es que la primera mitad de pacientes (cuyos médicos creían que daban el analgésico, pero entre los que había quienes de hecho tomaron naloxona) sintió menos dolor que el segundo (en el que los médicos creían dar naloxona, y aunque algunos de los pacientes habían tomado el fentanilo).
Otros estudios han corroborado estos resultados, con pruebas como tratar a pacientes que sufren náuseas y vómitos con un medicamento cuyo efecto farmacológico es el de producir náuseas y vómitos, pero asegurándoles que el medicamento las iba a reducir, lo que, en efecto, ayudaba a mitigar los síntomas.
Los ejemplos son numerosos: implantar un marcapasos ayuda a que el paciente mejore de su lesión cardíaca, aunque el aparato esté apagado; el mero hecho de que el médico establezca un diagnóstico y transmita la seguridad de que la mejoría se producirá pronto acelera la recuperación del paciente, aunque no se le someta a tratamiento… La eficacia del placebo se ha relacionado con diversos factores, como la forma del medicamento (cápsulas mejor que pastillas), el modo en que se administra (la vía intramuscular es más eficaz que la oral) o la manera en que el médico trata al enfermo (si el profesional adopta una actitud cálida, amistosa y tranquilizadora y escucha largo tiempo al paciente, es más probable que el tratamiento posterior sea más eficaz).
Seguramente, no hay mejor ejemplo de la importancia de la forma del placebo que el de los niños. Porque también en ellos el placebo surte efecto, y de qué manera. Tras una caída, nada más sanador que un beso de la madre, acompañado de la tirita sobre la herida. Y no una tirita cualquiera: la que mejor cura es la de Pocoyó o Hello Kitty. Eso, cuando no directamente el “sana, sana, culito de rana. Si no sanas hoy sanarás mañana”.
Muchos de los estudios se han basado en la idea de engañar al paciente, dándole a entender, directa o indirectamente, que el tratamiento será eficaz. Pero hay indicios de que con que el médico transmita confianza en la eficacia de la medicación, aunque además deje claro que sólo se trata de azúcar, el paciente también mejorará. Así se ha encontrado, por ejemplo, con pacientes de síndrome del colon irritable a los que se le administraba pastillas sin principio activo y así se les había explicado. Quienes tomaban el placebo mejoraban significativamente respecto al grupo que no recibía ningún tratamiento, aun sabiendo que era un placebo.
El peso del efecto placebo se ha estudiado también en aspectos como si el medicamento es de “marca” (y así lo indica en el envase, por ejemplo), o incluso su precio: es más eficaz el de marca y, por estúpido que nos parezca, el más caro será mejor. Lo que, dicho sea de paso, puede poner en duda la convicción de que los llamados “medicamentos genéricos” son igual de eficaces que los de marca: puede ser cierto desde un punto de vista exclusivamente farmacológico, pero si tenemos en cuenta que son más baratos, y que en el envase no muestran marcas ni identificativos de fabricantes “de prestigio”, hay razones para pensar que, mientras la valoración cultural de estos aspectos no cambie, la eficacia no será la misma.
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