“La gente que está deprimida tiene tantos buenos momentos y tanta diversión como el resto de nosotros. Simplemente, su forma estructurada de recordar hace que se vean deprimentes”En la vida tomamos todo tipo de decisiones: desde el desodorante que cogemos de la estantería del supermercado hasta lo que haremos para cenar. Algunas son sencillas e irrelevantes; otras son complejas y determinantes, aunque siempre puedes cambiar de camino y hacer algo diferente.
— Richard Bandler, Tiempo para cambiar.
Algunas de estas decisiones son sencillas: habiendo terminado la carrera, es el momento de empezar a trabajar. Yo estaba más que dispuesto a ello. De hecho, hasta tenía ganas. Casi cualquier cosa sería mejor que sentarse en un pupitre durante ocho horas al día mientras desfilaban profesores ante mí, uno tras otro, poniéndome en un trance cada vez más profundo, llenando la pizarra de extraños garabatos para después borrarla y comenzar de nuevo. Una cosa sabía entonces: casi cualquier cosa mejor que eso. Ya había tenido más que suficiente.
Alguien me dijo que lo siguiente era encontrar unas prácticas. Bien, ya sabía qué hacer a continuación.
Ignoraba cómo encontrar unas prácticas. ¿Cómo se hacía eso? Pregunté. Alguien más me dijo que la universidad tenía una bolsa de prácticas y que podía mirar allí. “¡Oh, una bolsa de prácticas!” pensé, “¿cuántas prácticas caben en una bolsa? ¿Pueden dividirse en dos como los muchuflines? Eso haría que cupieran más y eso sería más eficiente: eso sería mejor”.
Cuando llegué al lugar señalado resultó que no era una bolsa, sino un montón de folios en los que había descritas algunas oportunidades que algunas empresas ofrecían a quienes, como yo, hubieran terminado la carrera y se preguntaran qué hacer a continuación. Yo, después del carrerón, como que estaba muy cansado y hubiera preferido unas vacaciones por primera vez en casi dos lustros. Pero bueno, ya que había caído en la bolsa, decidí que me podía dar permiso para escoger la canica que más me gustaba.
Encontré unas prácticas en una empresa que se dedicaba a la gestión del conocimiento. Acudí a la entrevista. Me recibió una secretaria. Después me hicieron una prueba traduciendo un texto técnico y, tras unos minutos garrapateando en un papel, me hicieron saber que estaba aprobado y que podía empezar a trabajar. Vaya, la vida “real” se me estaba dando realmente bien. La cosa se aceleraba.
Mi práctica, en la práctica, resultó en que empecé a pasar cuatro horas cada mañana leyendo patentes en inglés sobre productos textiles.
Pronto descubrí que una patente es la descripción de una invención, siendo esta descripción lo más ofuscada posible para que, incluso describiendo detalladamente el invento, nadie sepa cómo carajo funciona. Había terminado la carrera, pero mi nueva vida parecía peor simplemente por el hecho de parecer una prolongación de la anterior. Había pasado de descifrar prizarras a descifrar pantallas. Acudía cada día a una habitación, me sentaba allí con otras personas y leía patentes durante cuatro horas. Al menos estaba entretenido.
Me sentía como si hubiera salido del fuego para caer en las brasas. ¿Es esta la vida “real”? ¿Cómo es la vida “irreal”? ¿De verdad que no hay nada mejor? ¿Así trabaja la gente? ¿Cuándo se divierten? Esas eran algunas de las preguntas que me hacía. Me hacía preguntas y leía patentes. Añadir lo primero lo hacía más divertido.
Para cada patente que leía, abría una base de datos y rellenaba cierta información así como una esmerada descripción del objeto de la patente. Cuando terminaba con una comenzaba con la siguiente.
Enfrascado en este proceso, cuando me di cuenta había superado los cuatro meses de prueba, así que me doblaron el sueldo y también el tiempo que pasaría descifrando patentes textiles y escribiendo sobre ellas. Estaba tomando cucharadas de ricino y me habían doblado la ración. Verdaderamente había mejorado mi vida. ¿Cómo hacía para tomar precisamente esas decisiones? ¿Por qué la canica que sacaba de la bolsa era, con sospechosa regularidad, una mala elección?
De camino a casa, en mi cabeza cientos de patentes daban vueltas y chocaban entre sí. Se les caían las letras. Se arrugaban, y me arrugaba yo al darme cuenta de que mi oscuro presente se tornaba en más oscuro todavía, y cuando miraba al futuro sólo veía negro. Ah, no, un gato negro bañándose en el alquitrán. Ah no… era una mancha de Rorschach.
Durante todos esos años de universidad, durante todos esos exámenes con superposición de estados, durante aquellas prácticas, mis sensaciones internas fueron todavia a peor. Mis tripas eran un amasijo de amargura, la mano que me apretaba la boca del estómago había aumentado su presión y un profundo malestar me poseía completamente desde dentro hacia afuera. De hecho, ni siquiera había aprendido a hacer estas distinciones tan sutiles. Simplemente, todo era una puta mierda.
Me di cuenta de que, hasta ese momento, había hecho lo que otras personas me decían. Bien mis padres, bien mis tíos, bien mis amigos, bien mis novias, bien mis profesores. Para cada cosa, para cada decisión, me había dado la vuelta a buscar a alguien más, había encontrado a alguien a quien preguntar; había encontrado a alguien que me dijera qué hacer.
Tal vez era un buen momento para cambiar eso. ¿Cómo funcionaría?
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