Se le llama grupo de crecimiento personal y la expresión es muy afortunada, ya que es exactamente lo que ocurre: crece la persona, gracias a la amplificación de conciencia que le proporciona el grupo. Ahora bien, a pesar de la inmediatez del concepto, o tal vez precisamente porque queda claro desde un principio que requiere cierto nivel de implicación, es la práctica terapéutica que más dudas, miedos, resistencias despierta. ¡Y con razón! Provoca bastante recelo, así de entrada, pensar que vamos a compartir nuestra intimidad con unos desconocidos, o así parece hasta que uno no empieza a vislumbrar las oportunidades que ofrece este tipo de trabajo y, pensándoselo mejor, decide hacer acto de valor e intentarlo.
Ciertamente es más cómodo mantenerse en lo conocido, en el cuento sobre uno mismo que ya nos sabemos de memoria, pero es confrontarse con otros ojos que nos ayuda a entender lo pequeña que ya nos va la estructura en la que nos hemos encajonado. Los otros nos ponen delante un espejo, en el que podemos vernos enteros, con lo que nos gusta y lo que no, lo que habíamos ocultado con tanto esmero que se había hecho imperceptible incluso a nuestros ojos. Y para qué engañarnos, a nadie le hace gracia a primera vista. Pero aquí, en la parte que parece ser la más dura, está otra vez el grupo que nos ayuda. Ahí están los otros, que nos conmueven con sus historias, nos permiten compartir las nuestras y así el temor se torna comprensión. Nos ofrecen apoyo con lo que tienen: ellos mismos y sus vivencias. Son todos tan humanos que nos revelan nuestra propia humanidad, que es falibilidad, vulnerabilidad, duda. Precisamente dejarse ver, incluso con nuestra mezquindad, es estar en la realidad de lo que somos, despidiéndonos por fin de la fantasía de lo que nos gustaría o aparentamos ser. ¡Qué descanso y qué seguridad nos viene de lo real!
Y las aportaciones siguen, porque a medida que somos capaces de vernos y ver a los demás sin esa capa de falsedad que hemos ido puliendo juntos, aprendemos a hacernos responsables de lo que queremos. Ya no sirven las excusas y la caza del culpable, puesto que ahora la relación se hace limpia y directa, y cada integrante del grupo sabe dónde empieza y dónde acaba la frontera entre el tú y el yo. Se ha dado cuenta de que lo que le disminuye son las manipulaciones, no pedir el apoyo que se necesita. La tranquilidad de expresarse desde la sinceridad acaba con los juicios, porque siempre es posible para cada uno contrastar su verdad con la de los demás; hay pluralidad de visiones y de maneras de sentir. De aquí no sólo se deriva el respeto por la voz de los otros, sino también entendemos que nosotros mismos somos los únicos responsables de que la nuestra se oiga en este conjunto, y esto es empoderamiento a fin de cuentas.
Juego de espejos o tal vez juego de miradas, en tanto que a través de los ojos de los compañeros se abren los nuestros y desde este contacto con lo que cada uno es, es posible el encuentro con el otro. También hay espacio para el desencuentro y el conflicto, en los que ahora la persona sabe sostenerse, porque acepta también el dolor, la rabia y la tristeza, suyos y de los compañeros. Las dinámicas que se generan en un grupo nos permiten investigar en nuestra manera de relacionarnos, descubrirnos a nosotros mismos y son un bagaje que nos llevamos en nuestro día a día.
Autor del post:
psicoterapiacotidiana
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