Hacía malas digestiones. Notaba una cierta angustia persistente en la boca del estómago. Era incómodo y molesto caminar por ahí así. Era desagradable estar simplemente sentado. Ese nuevo estado comenzó a instalarse lenta para inexorablemente en mí. Cada vez un poquito más. Algo así como una especie de hábito. “Oh, vaya, hoy también me siento mal”, pensaba.
Empecé a dormir mal. Me tumbaba en la cama y comenzaba a dar vueltas. Poco a poco, con el paso de los meses, y de una manera imperceptible aunque firme, mi vida se fue convirtiendo en un verdadero infierno. Había empezado la carrera de ingeniería industrial y mi día a día se tornaba, poco a poco, en una pesadilla.
Llegué a un cierto punto en el que pasé quince días durmiendo apenas unas pocas horas al día. Cada noche iniciaba el mismo ritual: me tumbaba en la cama y daba vueltas sobre mí mismo hasta que terminaba por encender la radio, y permanecía mirando el techo hasta que perdía el conocimiento más allá de las seis de la mañana. Un rato después, me despertaba.
Cuando abría los ojos me sentía completamente destrozado. Carecía de energía. Sentía en la boca del estómago una mano invisible que me aprisionaba las tripas. Pensar en prepararme para ir a la universidad y pasar a través de cada una de las clases y prácticas de ese día era una tarea que me aplastaba contra la cama. Me sentía impotente ante el mundo, incapaz de levantarme y hacer lo que tenía por delante. Con veinte años, eso es una putada. Me sentía miserable.
Sentía náuseas y mareos a menudo. Un poco después, ya estaba harto. Fui a un neurólogo; todo estaba bien con el hardware. Igualmente, me encontraba mal. Daba igual lo que hiciera. Daba igual con quién estuviera. Un profundo malestar me acompañaba adonde quiera que fuera. Sentía que el mundo tiraba de mí en todas direcciones y que yo era un pelele. A veces se me rasgaban las costuras. Incluso así, me levantaba cada mañana realmente pronto, me iba a la universidad y me sentaba en el pupitre mientras un profesor tras otro me sumía en un profundo trance. En mi mente, yo estaba en cualquier otro lugar menos en ese. Todavía quedaban muchos años para que llegara a la hipnosis, pero ya estaba practicando.
Dudé algunas veces sobre si terminaría la carrera o no. No porque fuera demasiado difícil; sabía que la terminaría de una u otra manera antes o después, sino porque me preguntaba qué sentido tenía todo aquello. Era demasiado trabajo para algo que me interesaba tan poco. Me interesaba mucho más, por ejemplo, la revista de la escuela: Biela. Empecé a escribir y a dibujar. Aquello empezó a darle un sentidoa levantarme por las mañanas. ¡Una mano invisible apretándome las tripas no me iba a detener!
Finalmente, entre unas cosas y otras, después de muchos saltos y de un muy mal viaje, acabé la carrera. Permíteme utilizar el último examen que hice, para la asignatura de Máquinas Hidráulicas, pues ilustra en gran medida una buena parte de mi vida durante la carrera.
Había aprobado ya todas las demás materias. Sólo quedaban las máquinas hidráulicas por finiquitar.
El calendario se presentaba favorable: dispondría de tres semanas completas para preparar la asignatura; mucho más tiempo del que alguna vez había podido dedicar a cualquier otra parcela del saber industrial. Me puse con ello, precisamente, a toda máquina hidráulica.
Para ese último examen estudié tres semanas seguidas durante diez horas cada día. Me senté con mis libros, cada mañana, para iniciar una maratoniana jornada. Sólo paraba para comer, mear, cagar y atender algunas otras necesidades básicas. Esto hace, en suma, más de 210 horas de estudio continuo. Con esto quiero decir que, cuando me presenté a ese último examen, algo sabía de lo que estaba haciendo. De hecho, me sentía preparado.
Resolvía problemas uno detrás de otro. Se trataba de una de las asignaturas más difíciles de la carrera. Su fama resonaba entre las paredes de la escuela. Resolví y resolví problemas hasta que las tuberías y los rodetes me saleron por las orejas a una presión de tres bares por centímetro cuadrado y a una velocidad relativa de tres metros por segundo. Eso hace unos buenos chorros.
Cuando llegó el día señalado y acudí al aula y me senté y recibí el examen, lo primero que me pregunté fue si me había equivocado de lugar y estaba en la prueba para otra asignatura. Miré a mi alrededor. Vi al profesor. Estaba en el lugar correcto. Hojeé el examen.
Sentí impotencia. Sentí rabia. Sentí odio. Cuando hube sentido todo eso, entonces me puse a resolver los problemas.
Hice lo que pude. Resolví aproximadamente el 60% del examen. Eso no hacía mucho para aprobar. Para el 40% restante, mi mente simplemente carecía de referencias internas a las que poder recurrir para responder a lo que me estaban pidiendo. Las preguntas me sonaban a “¿De que color es unmuchuflí?”, “¿Para qué sirve un guijondrio?”, “¿Cuántos cuchuflines cítricos contienen cien mil toneladas de rifostros?”.
Años después, todavía muchas veces, cuando pude dormir de nuevo por las noches, soñaría agónicamente que había olvidado alguna asignatura y que realmente no había terminado la carrera, lo que me llevaba a regresar a la escuela de ingeniería industrial para hacer más exámenes. Entonces, mi cerebro no comprendía algo tan sencillo como esto: una vez fue suficiente.
En mis sueños estaba sentado en un pupitre. A mi alrededor había otras personas tomando la prueba. Podía ver las paredes del aula. Me repartían un examen. Lo miraba con los ojos como platos. Podía ser cualquier cosa que yo desconociera. Podía incluso carecer de sentido. Freud se hubiera chupado los dedos. Al menos no tenía peces en mis sueños.
Terminé la prueba y regresé a casa completamente destrozado. Habiendo resuelto el 60% del examen, mis probabilidades de aprobado eran realmente bajas. Probablemente un 20% de eso estaría mal. Simplemente había respondido lo primero que me había venido a la cabeza:
El muchuflí es verde.
Un guijondrio sirve para despiezar un neoclándex.
Cien mil toneladas de rifostros contienen exactamente 250.001 y medio cuchuflines cítricos, ya que se puede partir medio cuchuflín en dos con un cuchillo de cocina y añadirlo a la cuenta en virtud de la eficiencia capacitiva de los cuchuflines.
Si le das la oportunidad, tu mente te da respuestas. Es una de sus facultades más fáscinantes, y es la base de la creatividad. Sólo tienes que darte permiso. Puedes hacerlo.
Ahora, durante los quince días que se tomó el profesorado en corregir los exámenes, evaluarlos y colgar las notas en el tablón de corcho del pasillo del departamento, yo estuve en una superposición de estados cuánticos: había acabado la carrera y no la había acabado, y ambas cosas simultáneamente. Ahora había terminado la carrera, ahora no. Ahora sí, ahora no. Pensar así es una buena manera de volverse loco; la pregunta es cuánto. De ahí la superposición.
Mientras esperaba las notas, se dio de nuevo lo que bauticé con el nombre de “El fantástico efecto del examen aprobante”. Era verdaderamente curioso: mi percepción de las probabilidades de aprobar cualquier examen era directamente proporcional al tiempo transcurrido desde que lo hubiera hecho.
Si pensaba en si aprobaría al salir del aula, me decía “Ni de coña”. Dos días más tarde, esto empezaba a cambiar: pensaba y me decía “Hmmmm… ahora que reviso el examen y veo esto… hmmmm… esto lo hice bien… y esto también…”. En mi mente, revisaba el examen, tomaba las imágenes de las cosas que había resuelto correctamente y las hacía más grandes y las ponía en primer plano. Después de un par de semanas de procesamiento inconsciente, estas imágenes de mis logros eran tan grandes que tapaban todo lo demás. Así que, cuando lo pensaba de nuevo, iba a aprobar seguro: de hecho, sacaría casi un 9. Ese era “el fantástico efecto del examen optimista”.
Por supuesto, también esta vez terminé pensando que iba a aprobar. Apenás me bastó un par de días esta vez. Después de todo, había explicitado mis corruginos de acuerdo a la norma, había entrado por las tablas pertinentes para seleccionar el tamaño apropiado del gorrainer y había multiplicado por losfactores de birburración correctos. Como mínimo merecía aprobar.
Cuando salieron las notas, acudí al departamento. Caminé por el pasillo hasta el corcho en la pared. Recorrí la lista desde arriba usando el dedo hasta que encontré mi nombre. Entonces mis ojos comenzaron a moverse hacia la derecha… muy… lentamente… Un cuatro y medio en el problema de los forrestros… Un ocho en el caso de las firripias… ¡Si había explicitado los cuartos paramétricamente! Me habían dado dos puntos por los cuchiflines cítricos. Ciertamente mi arte no estaba siendo contemplado.
Nota final: 4,47. Suspenso.
Esa cifra sigue marcada en mi memoria a fuego todavía muchos años después, justo detrás de un cuchuflín y de las extraordinarias cotufas de una compañera de clase. Mira, ahí va uno de los calcetines que se tragó la lavadora. ¡Hola Stephen Hawkings!
Más allá de la física cuántica, la combinación de estados “aprobado” y “no aprobado” colapsó finalmente en este último e, igualmente colapsé mi estado interno al ver la nota. Recordé las horas de estudio. Recordé los rodetes y su puta madre, los diámetros de tubería, las integrales triples y los saltos mortales desde el trapecio. Recordé la transformada de Fourier. Recordé la cara de los profesores e imaginé a las madres que los habían parido. Me sentí harto, completamente. Después me fui a casa.
¿Qué haría a continuación? Sencillamente, dejé de pensar en ello. Cada vez que ponía mi mente en eso sentía una abrumadora invasión de sensaciones desagradables, y en ese momento descubrí que, si pensaba en otra cosa, la primera cosa mejoraba. Entonces todavía ignoraba que la primera cosa era yo.
Seguí haciendo mis rutinas cotidianas. Me puse un juego de coches en el ordenador. Quedé con mis amigos. Hice vida familiar. Hice algunas cosas que había querido hacer en lugar de aprender a calcular bombas de agua y diámetros de tubería durante 10 horas al día. ¿Qué carajo me importaba a mí aquello?
Quince días después me llamó un amigo de la la universidad para decirme que había salido una nueva versión de las notas de Máquinas Hidráulicas tras las revisiones y que estaba aprobado. Me lo dijo así, en frío. Podía haberme enviado tres mensajes al móvil y empezar por “El gato salió de la caja y se metió en el departamento de hidráulica a revisar los exámenes” pero no, me lo dijo así, a bocajarro.
¡¿Qué?! ¡¿Aprobado?! ¡¿Cómo era posible?!
Como en la ruleta de la fortuna, cuando el señalador cae en la casilla en que el concursante lo pierde todo y, de repente, en el último momento y contra todo pronóstico, la rueda gira un poco más, el señalador se estira y se dobla, desliza sobre la superficie un poco más y… ¡zas!… acaba en el jackpot: había aprobado máquinas hidráulicas. Mi amigo me dijo que probablemente habían aprobado muy pocas personas y habían bajado el listón para aprobar por encima de 4,4 o algo así. A mí me daba igual la técnica; me importaba el resultado. Me daba igual si el puente era de madera, de plástico o de hormigón: lo importante era que se sostuviera.
El estado cambió una vez más y, por fin, colapsó aprobándome el último examen de la carrera. Había terminado. The end. Finito. Podía salir de allí y dejar, de una vez por todas, esa parte de mi vida detrás de mí.
¿Qué hacer a continuación?
Empecé a dormir mal. Me tumbaba en la cama y comenzaba a dar vueltas. Poco a poco, con el paso de los meses, y de una manera imperceptible aunque firme, mi vida se fue convirtiendo en un verdadero infierno. Había empezado la carrera de ingeniería industrial y mi día a día se tornaba, poco a poco, en una pesadilla.
Llegué a un cierto punto en el que pasé quince días durmiendo apenas unas pocas horas al día. Cada noche iniciaba el mismo ritual: me tumbaba en la cama y daba vueltas sobre mí mismo hasta que terminaba por encender la radio, y permanecía mirando el techo hasta que perdía el conocimiento más allá de las seis de la mañana. Un rato después, me despertaba.
Cuando abría los ojos me sentía completamente destrozado. Carecía de energía. Sentía en la boca del estómago una mano invisible que me aprisionaba las tripas. Pensar en prepararme para ir a la universidad y pasar a través de cada una de las clases y prácticas de ese día era una tarea que me aplastaba contra la cama. Me sentía impotente ante el mundo, incapaz de levantarme y hacer lo que tenía por delante. Con veinte años, eso es una putada. Me sentía miserable.
Sentía náuseas y mareos a menudo. Un poco después, ya estaba harto. Fui a un neurólogo; todo estaba bien con el hardware. Igualmente, me encontraba mal. Daba igual lo que hiciera. Daba igual con quién estuviera. Un profundo malestar me acompañaba adonde quiera que fuera. Sentía que el mundo tiraba de mí en todas direcciones y que yo era un pelele. A veces se me rasgaban las costuras. Incluso así, me levantaba cada mañana realmente pronto, me iba a la universidad y me sentaba en el pupitre mientras un profesor tras otro me sumía en un profundo trance. En mi mente, yo estaba en cualquier otro lugar menos en ese. Todavía quedaban muchos años para que llegara a la hipnosis, pero ya estaba practicando.
Dudé algunas veces sobre si terminaría la carrera o no. No porque fuera demasiado difícil; sabía que la terminaría de una u otra manera antes o después, sino porque me preguntaba qué sentido tenía todo aquello. Era demasiado trabajo para algo que me interesaba tan poco. Me interesaba mucho más, por ejemplo, la revista de la escuela: Biela. Empecé a escribir y a dibujar. Aquello empezó a darle un sentidoa levantarme por las mañanas. ¡Una mano invisible apretándome las tripas no me iba a detener!
Finalmente, entre unas cosas y otras, después de muchos saltos y de un muy mal viaje, acabé la carrera. Permíteme utilizar el último examen que hice, para la asignatura de Máquinas Hidráulicas, pues ilustra en gran medida una buena parte de mi vida durante la carrera.
Había aprobado ya todas las demás materias. Sólo quedaban las máquinas hidráulicas por finiquitar.
El calendario se presentaba favorable: dispondría de tres semanas completas para preparar la asignatura; mucho más tiempo del que alguna vez había podido dedicar a cualquier otra parcela del saber industrial. Me puse con ello, precisamente, a toda máquina hidráulica.
Para ese último examen estudié tres semanas seguidas durante diez horas cada día. Me senté con mis libros, cada mañana, para iniciar una maratoniana jornada. Sólo paraba para comer, mear, cagar y atender algunas otras necesidades básicas. Esto hace, en suma, más de 210 horas de estudio continuo. Con esto quiero decir que, cuando me presenté a ese último examen, algo sabía de lo que estaba haciendo. De hecho, me sentía preparado.
Resolvía problemas uno detrás de otro. Se trataba de una de las asignaturas más difíciles de la carrera. Su fama resonaba entre las paredes de la escuela. Resolví y resolví problemas hasta que las tuberías y los rodetes me saleron por las orejas a una presión de tres bares por centímetro cuadrado y a una velocidad relativa de tres metros por segundo. Eso hace unos buenos chorros.
Cuando llegó el día señalado y acudí al aula y me senté y recibí el examen, lo primero que me pregunté fue si me había equivocado de lugar y estaba en la prueba para otra asignatura. Miré a mi alrededor. Vi al profesor. Estaba en el lugar correcto. Hojeé el examen.
Sentí impotencia. Sentí rabia. Sentí odio. Cuando hube sentido todo eso, entonces me puse a resolver los problemas.
Hice lo que pude. Resolví aproximadamente el 60% del examen. Eso no hacía mucho para aprobar. Para el 40% restante, mi mente simplemente carecía de referencias internas a las que poder recurrir para responder a lo que me estaban pidiendo. Las preguntas me sonaban a “¿De que color es unmuchuflí?”, “¿Para qué sirve un guijondrio?”, “¿Cuántos cuchuflines cítricos contienen cien mil toneladas de rifostros?”.
Años después, todavía muchas veces, cuando pude dormir de nuevo por las noches, soñaría agónicamente que había olvidado alguna asignatura y que realmente no había terminado la carrera, lo que me llevaba a regresar a la escuela de ingeniería industrial para hacer más exámenes. Entonces, mi cerebro no comprendía algo tan sencillo como esto: una vez fue suficiente.
En mis sueños estaba sentado en un pupitre. A mi alrededor había otras personas tomando la prueba. Podía ver las paredes del aula. Me repartían un examen. Lo miraba con los ojos como platos. Podía ser cualquier cosa que yo desconociera. Podía incluso carecer de sentido. Freud se hubiera chupado los dedos. Al menos no tenía peces en mis sueños.
Terminé la prueba y regresé a casa completamente destrozado. Habiendo resuelto el 60% del examen, mis probabilidades de aprobado eran realmente bajas. Probablemente un 20% de eso estaría mal. Simplemente había respondido lo primero que me había venido a la cabeza:
El muchuflí es verde.
Un guijondrio sirve para despiezar un neoclándex.
Cien mil toneladas de rifostros contienen exactamente 250.001 y medio cuchuflines cítricos, ya que se puede partir medio cuchuflín en dos con un cuchillo de cocina y añadirlo a la cuenta en virtud de la eficiencia capacitiva de los cuchuflines.
Si le das la oportunidad, tu mente te da respuestas. Es una de sus facultades más fáscinantes, y es la base de la creatividad. Sólo tienes que darte permiso. Puedes hacerlo.
Ahora, durante los quince días que se tomó el profesorado en corregir los exámenes, evaluarlos y colgar las notas en el tablón de corcho del pasillo del departamento, yo estuve en una superposición de estados cuánticos: había acabado la carrera y no la había acabado, y ambas cosas simultáneamente. Ahora había terminado la carrera, ahora no. Ahora sí, ahora no. Pensar así es una buena manera de volverse loco; la pregunta es cuánto. De ahí la superposición.
Mientras esperaba las notas, se dio de nuevo lo que bauticé con el nombre de “El fantástico efecto del examen aprobante”. Era verdaderamente curioso: mi percepción de las probabilidades de aprobar cualquier examen era directamente proporcional al tiempo transcurrido desde que lo hubiera hecho.
Si pensaba en si aprobaría al salir del aula, me decía “Ni de coña”. Dos días más tarde, esto empezaba a cambiar: pensaba y me decía “Hmmmm… ahora que reviso el examen y veo esto… hmmmm… esto lo hice bien… y esto también…”. En mi mente, revisaba el examen, tomaba las imágenes de las cosas que había resuelto correctamente y las hacía más grandes y las ponía en primer plano. Después de un par de semanas de procesamiento inconsciente, estas imágenes de mis logros eran tan grandes que tapaban todo lo demás. Así que, cuando lo pensaba de nuevo, iba a aprobar seguro: de hecho, sacaría casi un 9. Ese era “el fantástico efecto del examen optimista”.
Por supuesto, también esta vez terminé pensando que iba a aprobar. Apenás me bastó un par de días esta vez. Después de todo, había explicitado mis corruginos de acuerdo a la norma, había entrado por las tablas pertinentes para seleccionar el tamaño apropiado del gorrainer y había multiplicado por losfactores de birburración correctos. Como mínimo merecía aprobar.
Cuando salieron las notas, acudí al departamento. Caminé por el pasillo hasta el corcho en la pared. Recorrí la lista desde arriba usando el dedo hasta que encontré mi nombre. Entonces mis ojos comenzaron a moverse hacia la derecha… muy… lentamente… Un cuatro y medio en el problema de los forrestros… Un ocho en el caso de las firripias… ¡Si había explicitado los cuartos paramétricamente! Me habían dado dos puntos por los cuchiflines cítricos. Ciertamente mi arte no estaba siendo contemplado.
Nota final: 4,47. Suspenso.
Esa cifra sigue marcada en mi memoria a fuego todavía muchos años después, justo detrás de un cuchuflín y de las extraordinarias cotufas de una compañera de clase. Mira, ahí va uno de los calcetines que se tragó la lavadora. ¡Hola Stephen Hawkings!
Más allá de la física cuántica, la combinación de estados “aprobado” y “no aprobado” colapsó finalmente en este último e, igualmente colapsé mi estado interno al ver la nota. Recordé las horas de estudio. Recordé los rodetes y su puta madre, los diámetros de tubería, las integrales triples y los saltos mortales desde el trapecio. Recordé la transformada de Fourier. Recordé la cara de los profesores e imaginé a las madres que los habían parido. Me sentí harto, completamente. Después me fui a casa.
¿Qué haría a continuación? Sencillamente, dejé de pensar en ello. Cada vez que ponía mi mente en eso sentía una abrumadora invasión de sensaciones desagradables, y en ese momento descubrí que, si pensaba en otra cosa, la primera cosa mejoraba. Entonces todavía ignoraba que la primera cosa era yo.
Seguí haciendo mis rutinas cotidianas. Me puse un juego de coches en el ordenador. Quedé con mis amigos. Hice vida familiar. Hice algunas cosas que había querido hacer en lugar de aprender a calcular bombas de agua y diámetros de tubería durante 10 horas al día. ¿Qué carajo me importaba a mí aquello?
Quince días después me llamó un amigo de la la universidad para decirme que había salido una nueva versión de las notas de Máquinas Hidráulicas tras las revisiones y que estaba aprobado. Me lo dijo así, en frío. Podía haberme enviado tres mensajes al móvil y empezar por “El gato salió de la caja y se metió en el departamento de hidráulica a revisar los exámenes” pero no, me lo dijo así, a bocajarro.
¡¿Qué?! ¡¿Aprobado?! ¡¿Cómo era posible?!
Como en la ruleta de la fortuna, cuando el señalador cae en la casilla en que el concursante lo pierde todo y, de repente, en el último momento y contra todo pronóstico, la rueda gira un poco más, el señalador se estira y se dobla, desliza sobre la superficie un poco más y… ¡zas!… acaba en el jackpot: había aprobado máquinas hidráulicas. Mi amigo me dijo que probablemente habían aprobado muy pocas personas y habían bajado el listón para aprobar por encima de 4,4 o algo así. A mí me daba igual la técnica; me importaba el resultado. Me daba igual si el puente era de madera, de plástico o de hormigón: lo importante era que se sostuviera.
El estado cambió una vez más y, por fin, colapsó aprobándome el último examen de la carrera. Había terminado. The end. Finito. Podía salir de allí y dejar, de una vez por todas, esa parte de mi vida detrás de mí.
¿Qué hacer a continuación?
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